De cara a la elección del próximo 7 de junio, y tras el ataque frontal de spots televisados y en radio, algunos ciudadanos atraviesan por la etapa de la duda: salir a votar o quedarse en casa. En la primera opción algunos han sostenido que lo harán para anular el voto, poner su nombre o de plano romper la boleta, esto como una muestra de repudio a la clase política del país, pero al elegir esta opción no estamos más que contribuyendo a sostener y consolidar esa clase política que se pretende repudiar.
Ingenuamente se ha pensado que no participar, anular el voto o romper la boleta, representa repudio al sistema, pero la verdad eso es tanto como pensar que se acaba un matrimonio rompiendo el acta matrimonial que lo certifica.
Lo verdaderamente cierto es que, en los sistemas democráticos actuales los partidos en el poder no lo han dejado porque los ciudadanos los hayan repudiado a través del abstencionismo. Basta ver la historia de nuestro propio país para recordar el viejo discurso apático que sostenía: “para que ir a votar, si siempre gana el PRI”. Ese discurso cómplice daba como consumado un hecho antes de que ocurriera, y permitió al PRI mantener el poder sin control por décadas.
Los más de 70 años que vivimos en un régimen político donde el principio central era “el que no transa no avanza” permearon varias generaciones y construyeron una cultura política que llegó hasta los ciudadanos comunes y corrientes. Una cultura que ha hecho que en algunas regiones del país el voto se cotice como en la bolsa de valores, a quien me dé más, le doy mi voto.
La abstinencia cívica que consistió en dejar en mano de los políticos las elecciones, permitió y mantuvo “la cultura del fraude electoral” una práctica que se extendió a lo largo y ancho del país. Y que se extendió a casi todos los sectores, sindicatos, académica, iniciativa privada. En la vida política electoral, el ratón loco, los mapaches, el carrusel, la rasurada de padrón, las urnas embarazadas, fueron términos que se agregaron a nuestro lenguaje político para describir las prácticas político-electorales de quien se negaba a aceptar su derrota.
La permanencia en el poder de los priístas ha traído consecuencias desastrosas para varias generaciones: corrupción, desapariciones forzadas por razones políticas, asesinatos con el mismo fin, opacidad, crisis económica, pobre nivel educativo, deficiente sistema de salud, corrompible sistema de justicia, extrema pobreza, cuestionable sistema de pensiones, degradación de las instituciones públicas, desde luego se pueden sumar más.
La permanencia del PRI en el poder hicieron una transformación importante en México, pues nuestro país pasó de ser uno pobre a uno miserable; ese donde las despensas, las láminas de cartón, las gorras, los vales para el cine, hasta las promesas incumplidas son un factor que les permite manipular su clientela. En algunos ayuntamientos como el de Guadalajara, incluso contrataron a sus promotores electorales en espacios como aseo público o parques y jardines, para compensar la “fidelidad al partido”, mimetizando así al reparte propaganda de empleado público.
Por eso no es posible que México mantenga un Estado corrupto, un sistema que daña, retrasa y condena el futuro de generaciones. El señor Peña tuvo tres años para demostrar a los escépticos de su política, que era capaz de redirigir los destinos de esta país a favor de los que menos tienen, pero lo único que hizo fue consolidar una nueva oligarquía política, la del Estado de México e Hidalgo.
De ahí que sea una obligación ética y cívica de los mexicanos, dar un ejemplo a Peña y su séquito de neoliberales ineptos y corruptos. Un futuro mejor, es lo que merece este país, y eso sólo es posible con un cambio verdadero, que empieza redistribuyendo el ejercicio del poder político. Por eso este 7 de junio hay que salir a votar para botarlos #QuitaleElCongresoAPeña.
Por hoy es todo, nos leemos la próxima. Carpe diem